En el lado indio, el público ameniza la espera con relevos en los que los testigos son enormes banderas del país, con los ánimos de la congregación. Más tarde, a cada lado de la frontera se pone música típica del país, bien alta para que no se oiga la de los contrarios. Las chicas indias no pueden resistirse a las canciones de Bollywood y salen a bailar a la carretera, una especie de “chúpate esa” hacia las mujeres paquistaníes, con menos libertades y sentadas en una grada separada a la de los hombres.
Un animador calienta el ambiente con el grito “Hindustan Zindabad” (viva el Indostán), y el público cumple y lo apoya vociferando su patriotismo, mientras el lado paquistaní hace lo propio.
Poco después empieza el teatro de los soldados de las fuerzas fronterizas: Patadas al aire a lo Monty Phyton, con caras serias y concentradas; concurso de a ver quién aguanta más rato gritando por el micro sin coger aire; varios desfiles por la carretera procurando la mayor coordinación… A mí, sinceramente, me parece ridículo, como dos grupos de animadoras de universidades rivales, enfrentadas en los típicos retos en los que tras cada ejercicio de un equipo responde el otro, con un número todavía más espectacular. Tras los ejercicios de tonificación del orgullo nacional, suena la corneta, ambas fronteras abren las verjas, se saludan los soldados manteniendo una postura desafiante, en guardia, y arrían las banderas.
Los soldados cierran la verja de la India de un portazo, pero tras ella se puede ver el color verde de las letras de la puerta corredera de atrás: “Pakistán”. Yo no sabría decir si este espectáculo es una manera de enfervorecer a la masa y promulgar el odio mutuo, o por el contrario es un ejercicio de respeto y señal de convivencia. Lo que queda claro es que unos y otros quieren que así sea, salen de la ceremonia con el guapo subido, con la sensación de estar satisfechos, anchos, encantados de haberse conocido.