6 ene 2010

Descifrando

Empecé un Paul Auster prestado en el vuelo y, como por arte de magia, se me deshizo el nudo que tenía en el estómago. Por los nervios no había sido capaz de probar la comida del pastoso menú vegetariano, la única opción que quedaba para los de la cola del avión.

Ahora escribo desde mi casa, bonita, cómoda, amplia y con huecos que piden ser decorados con recuerdos de colores que vaya recopilando durante el año. La gente me advierte de que disfrute ahora puesto que, en un par de meses, cuando el calor queme, la calle será inaguantable. Pero eso sólo hace que alimentar mi intriga.

Por el momento voy al mercado, compro esto y aquello. Me cuesta hacerme a las rupias, pero qué más da, casi todo es barato. Sales de casa, negocias, te subes, pim pam, tráfico, humo, polvo… colores y más colores. No me han atropellado ni he sufrido accidentes en rickshaw, cosa que es prácticamente un milagro. Me esfuerzo en descifrar la lógica que hay en este caos.

Me duermo con dos silbidos, el del sereno y el del tren, y me despierto con el sonido de fondo (o no tan fondo) de cláxones de toda suerte de medios de transporte y también de trabajadores, que anuncian sus servicios entonando un grito determinado. Para entendernos, desafinar e ir un tono arriba o abajo puede provocar un cambio de oficio.

Voy conociendo las colonias poco a poco pero con seguridad y, estos días, antes de que empiece a trabajar, me lanzaré a hacer algo de turismo para ver “lo que hay que ver” (lo que no volveré a ver hasta que venga alguien a visitarme y me diga que le lleve ver “lo que hay que ver”), y a cenar con mis caseros que, por cierto, son vegetarianos.

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